DOS DESTINOS (¿O SON EL MISMO LOS DOS!)
En días recientes han sido noticia los fuertes golpes asestados por las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus aliados contra Osama bin Laden, jefe de la tenebrosa red Al Qaeda, y Muammar El Gaddafi, autor intelectual de la voladura de un avión civil en vuelo y de un centro nocturno berlinés.
En el caso del primero, se anunció oficialmente su muerte tras un enfrentamiento con tropas especiales de la superpotencia; el segundo sufrió un ataque coheteril durante una visita a casa de su hijo menor. En ambos incidentes, los anti-americanos de siempre han seguido su costumbre de hacer comentarios críticos sobre la actuación del país norteño.
El impresentable Bin Laden está siendo respaldado de manera oblicua. Sus admiradores vergonzantes, que no osan defenderlo directamente, señalan hipotéticos errores en el procedimiento seguido para cazarlo u otras faltas accesorias.
Unos ponen en duda la identidad del cadáver. Contradictoriamente, otros aceptan que el jefe terrorista es el occiso, pero argumentan al propio tiempo que lo correcto hubiera sido capturarlo vivo; incluso alegan que fue víctima de una ejecución sumaria. En este contexto, los más exaltados no vacilan en emplear la palabra “asesinato”.
Algunos más expresan dudas sobre distintos detalles del incidente que puso fin a su existencia (como la realización de los hechos en territorio paquistaní o la actitud de los terroristas al usar a una mujer en calidad de escudo humano) o sobre el destino final de sus restos, lanzados al Océano Índico.
En resumidas cuentas, ya que resultaría muy poco cómodo criticar directamente el descabezamiento de la pandilla terrorista, impugnan de diversos modos el método seguido para alcanzar ese loable fin, aprovechando de paso la ocasión para atacar virulentamente al odio de sus odios: los Estados Unidos de América.
Al referirse al caso del tirano de Trípoli, esos mismos publicistas invocan la soberanía del estado libio, olvidando la del pueblo de ese propio país, pisoteada durante decenios precisamente por el coronel golpista que se ha eternizado en el poder a costa de todo género de crímenes y atropellos.
En relación con Gaddafi, emplean también como argumento la muerte —harto lamentable en sí misma, sin dudas— de tres niños, nietos del dictador. Afirman que éste sobrevivió al atentado y al menos en Cuba la televisión oficialista ha asegurado que acudió al entierro de su hijo occiso. No obstante, por alguna razón desconocida no muestran imágenes del caudillo en esa ceremonia.
Esa aseveración se contradice con versiones provenientes de fuentes extranjeras, que mencionan a otras figuras como principales testigos de la inhumación. No ha faltado el comentario mordaz, como el que expresa asombro por el escaso número de dolientes —apenas dos o tres mil—, máxime si se tienen en cuenta los dos millones de residentes en Trípoli y el masivo apoyo del que, según el régimen, goza Gaddafi…
En cualquier caso, sí llama poderosamente mi atención que la imagen del tirano libio no haya aparecido en vivo en los medios masivos de comunicación. Debemos tener siempre presente que el suyo es un régimen corrupto y mafioso, cuyos personeros, en su desvergüenza, no se detienen ante la mentira, cosa que han demostrado sobradamente.
La afirmación de que escapó del certero ataque que aniquiló a cuatro parientes suyos —¡y nada menos que ileso!— despierta cuando menos serias dudas. La única actitud sensata del coronel, de cara a la opinión pública y ante sus propios seguidores, sería exhibirse para dar fe de vida y salud, aunque por comprensible precaución haga eso desde el fondo de un búnker.
Esperemos que en los próximos días se despejen al menos algunas de las incógnitas que rodean la muerte de Osama bin Laden y el destino de Muammar El Gaddafi, dos personajes cuya suerte —debo confesarlo— no me perturba en absoluto.
La Habana, 5 de mayo de 2011.
René Gómez Manzano
Abogado y periodista independiente
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